Un cuento infantil que escribí esta tarde.


EL SUEÑO DE ÁGUEDA por JÉSSICA MURILLO

Ampuriamón es una pequeña aldea situada en lo alto de una montaña donde reina la tranquilidad. Allí vivía Águeda, una joven granjera, delgada y con una piel muy blanca. Tanto que los rayos del sol resbalan por su pálida piel de leche. En su pelo, negro como el carbón, siempre lleva anudado un lazo verde y de su cuello penda un colgante en forma de corazón que le regaló su abuela antes de morir.

Águeda es simpática, caprichosa y con muchas ganas de viajar. Antes residía en la ciudad pero el intenso ruido de los atascos y el griterío de la gente en la calle, le producía mucho estrés. Un día, cansada del ajetreo de la gran ciudad, decidió marcharse al hogar de sus abuelos y hacerse cargo de la granja. Pues cuando estos murieron se quedó abandonada y los animales necesitaban atención.

Cuando llegó a Ampuriamón se enamoró del silencio de esta aldea, solamente roto por el canto de los pájaros. La casa era antigua. Algunos trozos de teja colgaban del tejado y los animales estaban desnutridos y hambrientos. Águeda tuvo que emplear muchas horas para arreglar el hogar y curar a los animales.

Se levantaba cada mañana para atender a las tres ovejas, los dos cerdos, la vaca y las dos gallinas. Primero acudía a peinar a Lola, Teresa y Paca, el rebaño de ovejas. Luego preparaba el baño de barro para Pepe y Tomás, los dos cerditos. Mas tarde recogía los huevos de Flora y Estela, las dos gallinas. Y por ultimo ordeñaba a Marianto, la vaca que le proporcionaba la leche del desayuno. Al medio día cocinaba para ella y los animales. Por la tarde arreglaba los defectos de la casa con ayuda de Cristóbal, el carpintero. Y por la noche descansaba para tener fuerzas al día siguiente. Todos los días realizaba los mismos actos hasta que un día todo cambió.

Águeda parecía cansada de la dura vida como granjera. Mientras ordeñaba a Marianto sobre una vieja banqueta de madera, montones de lugares pasaban por su mente. Quería escapar de la rutina y lo hacia con su imaginación. Entonces se le ocurrió una gran idea: construir un globo aerostatito.

Se acercó a un árbol y de él saco la madera necesaria para fabricar la cesta que Cristóbal se encargó de tallar.  Con la lana de las ovejas tejió la tela y las cuerdas del globo. Y finalmente llenó unas bolsas de arroz y piedras para poner peso al globo y permitirle volar y aterrizar. Al cabo de unas semanas el globo ya estaba listo para partir. Con dos palos frotó y frotó para encender un fuego que calentara el aire y el globo subiera. La bolsa del globo se fue hinchando hasta llenarse con el calor del humo. Águeda sintió una gran emoción. Por fin iba a poder viajar. Sin embargo, pensar en dejar a los animales solos  le impedía disfrutar de ese gran momento. Entonces, Cristóbal se ofreció a cuidar de los animales mientras que Águeda daba la vuelta al mundo.

Se sentía más feliz que nunca. Iba a iniciar un largo viaje. Se despidió de los animales y de Cristóbal. Se monto en el globo y se dejo llevar por la corriente de aire. Y así fue como Águeda aprendió como gracias al empeño, la ilusión, el trabajo y la amistad es posible hacer los sueños en realidad.

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